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La Sombra del recuerdo - segundo fragmento

"La Sombra del recuerdo", de Bloodwitch Luz Oscuria
"La Sombra del recuerdo", de Bloodwitch Luz Oscuria

Este es el segundo fragmento de mi novela, "La Sombra del recuerdo", en su versión traducida por Aarón Ortiz.

Como esperaba: el estado del hotel es deplorable. Los rechinos de las tantas escaleras desesperan, se mueven al mínimo paso que doy, y he creído pasar varias veces por ellas antes de llegar a mi pieza. Afortunadamente para mí, consigo entrar sano y salvo. No obstante, cuando pensé que aquel sería el último de mis infortunios para esta noche, me hallo con que la llave no funciona en la cerradura. Así que me preparo para bajar y pedir algo de ayuda.

El encargado está siempre detrás del mostrador, ocupado batallando con un bolígrafo que parece haber cumplido ya, su vida útil. Y en el momento de ira en que lo entiende, lo estrella contra el muro de enfrente. Entro yo, y casi me asesta una astilla de eso que fue bolígrafo, en el ojo. Pero aquel hombre no tiene intenciones de disculparse, esta casa no parece de ese tipo. Me infundo coraje diciéndome que podré contarle el problema con la cerradura y entonces por fin, me encerraré con seguridad en aquella habitación que no tengo para nada prisa de descubrir.

Mientras, veo en mi móvil que Mylène me envió el cambio efectivo de mi boleto de regreso que se supone debería haber usado esta noche. Me ha instado a no regresar a casa a partir de hoy, para poder tomar algo de tiempo mañana en la mañana para conocer el lugar antes de volver a mi tren a eso de las trece horas. En efecto, es una buena idea, tanto así que la considero interesante después de haber podido finalmente entrar a mi habitación luego que el propietario consiguiera abrir mi puerta. Caigo rendido en la cama, cuyo aseo de las sábanas me hace confundir el gris con el blanco.

En cuanto a mi cena, me tomé la molestia de ir al supermercado antes de que cerrara, para comprar una ensalada ya preparada —no es gran cosa, pero se está tornando costumbre—. Me atrevo a abrir mi bolso que había dejado al lado mío para ver mis correos en mi móvil y recupero el dichoso plato. No posee muy buen sabor, debo admitir que prefiero el casero, pero no por ello lo rechazo, debo adaptarme —al fin y al cabo, es sólo una comida—. Mañana a mediodía, de seguro pasaré a comer en uno de esos bares pequeños —creo que será mejor.

He terminado mi cena y ya acostado en la cama, soy tomado presa del insomnio. No hay persianas en la ventana y el recinto es ruidoso. Aparte de esto, las corrientes de viento que pasan por debajo de la puerta me roban el calor. Realmente este lugar no puede ser nombrado con el adjetivo «ideal». Pero lo imaginaba ya desde que vi al propietario —este lugar está bien a sus ojos.

Helado, desagradable, desprovisto de comodidad alguna. Y para decorar mi pena, tengo la impresión de que los vecinos de arriba se han olvidado que no están solos acá. Y veo consternado sus veladas.

Los pensamientos invaden mi cabeza: estaba en una relación antes de mi tragedia. Desde entonces, no he tenido ocasión de estar lo suficientemente cerca de una mujer para recordar tal sentimiento. A la vista de los ruidos que escucho, debe ser agradable. Pero desearía prescindir de ellos. Decido dar la espalda a la ventana, por la que la luna me apuñala con su luz e intento dormirme pese a los pequeños gritos y chirridos de la cama de arriba.

A la mañana siguiente, todavía son aquellas exclamaciones las que me hacen levantarme y yo por mi parte he lidiado tremendamente tratando de encontrar a Morfeo. El reloj marca apenas las siete, el día ya está aquí, pero yo estoy extraviado en el anhelo de dormir. Percibo que las voces de hoy no son las mismas que las que escuché anoche. Pareciera que los vecinos de arriba han optado por expandir su escena doméstica a cualquiera que desee escucharla.

En el momento de dejar este lugar y posterior a un rápido paso por el cuarto de baño, cuyo aseo es tan decepcionante como el de las sábanas en que dormí, porque no pude decidir si dormir debajo de ellas; me cruzo con una pareja en las escaleras. A la voz del hombre que gruñe siempre que puede, reconozco la de mis queridos vecinos. Y me dirijo a ellos con un saludo cortés, ante lo cual, hacen cada uno lo mismo.


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